(Por Pablo Burgués)
Hola amigas, como os prometí la semana pasada aquí tenéis la segunda entrega de mi surrealista encuentro con el gran Pitidos, un hippie que se hace llamar “de los de verdad”. Si alguna de vosotras no leyó el post anterior puede hacerlo pinchando aquí. Y que sepáis que si no lo hacéis dos inocentes unicornios rosas morirán. Allá vosotras con vuestras conciencias…
Como te iba diciendo… Al despedirme de Pitidos este me invitó a la hippie-cueva donde vive y yo le prometí por Jimi Hendrix que iría. Un par de semanas después decidí cumplir con mi promesa, así que cogí mi coche y me fui para allá. No recordaba bien la ubicación exacta del lugar pero sabía que era cerca del mirador de Es Vedrá. Una vez allí aparqué mi coche en el parking y me fui caminando por el sendero que conduce a la zona de los acantilados.
El lugar estaba lleno de gente: turistas, familias de picnic, un ejército de argentinos vendiendo empanadas, un tipo con un dron… Estaba claro que aquel no podía ser el remoto y tranquilo lugar donde me imaginaba viviendo a un hippie hecho y derecho. Así que decidí alejarme de allí e ir caminando en dirección a una antigua y solitaria torre de vigilancia que hay en lo alto de una colina cercana. Al llegar arriba vi unas viejas mantas tiradas en el suelo y restos de pequeñas hogueras. Aquello ya empezaba a parecerse más al hábitat del Hippie Ibérico. Como un perro de caza empecé a rastrear la zona en busca de algún pequeño sendero o una rama rota que me indicara el camino secreto hacia las cuevas. Pero tras un buen rato trepando entre rocas, los únicos restos humanos que encontré estaban en la parte de atrás de un árbol… Adheridos a varios trozos de papel de periódico….
El sol estaba ya bastante bajo así que decidí dar media vuelta y marcharme. Pero al llegar de nuevo al mirador, de entre la multitud vi aparecer la inconfundible figura de mi querido Pitidos. Rápidamente me abrí hueco entre la gente, me acerqué hasta él, lo llamé por su nombre y le tendí la mano. Él la estrechó con esa cara de nosequé, quéseyo que ponemos cuando no tenemos ni idea de quién diablos es ese sonriente ser que tenemos delante. En estos casos lo normal es disimilar tu laguna mental y hacer como si conocieras de toda la vida a esa persona. Pero los hippies tienen un don natural que les hace zanjar esos malentendidos de manera mucho más limpia y elegante que el resto de los mortales. Pitidos me miró a los ojos y sin pestañear me dijo: “No tengo ni puta idea de quién eres chaval, pero si quieres te enseño donde están la cueva donde vivimos nosotros los hippies”.
No quise romper la magia de aquella sincera declaración de amor con frías explicaciones sobre nuestra vieja amistad, así que me limité a decir que adelante, que estaba preparado para la gran caminata que nos llevaría desde aquel infernal tumulto hasta el remanso de paz donde viven los nobles hippies. Pitidos me miró con cara de “este tío es muy raro” al tiempo que con su curtido dedo índice señalaba hacia el lugar donde más turistas por metro cuadrado había de todo el mirador: “Ahí está nuestro hogar”.
Mi idea romántica de lugar perdido en el bosque se evaporó de golpe. Traté de acercarme a la cueva pero había tanta gente que decidí que mejor volvería otro día que aquello estuviera más tranquilo. Pero entonces sucedió algo mágico que hizo que aquel caos se convirtiera de golpe en un silencio sepulcral: Una gran bola de fuego en lento movimiento descendente acababa de posarse sobre el horizonte y poco a poco iba escondiéndose tras él. Como si de un estudiadísimo flashmob se tratase, todo el mundo sacó al unísono su teléfono móvil y comenzó a disparar fotos sin parar. El abuelo cebolleta que llevo dentro estuvo a punto de gritarles que aquella cosa roja se llama sol y que se pone todos los días del año en todos los sitios del mundo… Pero el ser humano es un animal cobarde y contradictorio amigas, así que en lugar de eso saqué mi móvil y me uní al grupo de intrépidos reporteros.
Cuando la cosa roja esa se metió por completo en el horizonte todo el mundo se puso a aplaudir y a chillar y un minuto después todo el mundo desapareció del mirador. Yo aproveché aquel momento de paz para visitar la cueva.
Hubo dos cosas que me llamaron rápidamente la atención; la primera que era muy pequeña y la segunda que he visto tiendas de los chinos con menos artículos por metro cuadrado que aquel lugar: fotos, banderas tibetanas, un esqueleto fumando, un peluche de la pantera rosa, una matrícula de Panamá, billetes falsos de 500€, cartas de amor manuscritas, velas, botellas vacías, collares… Más que una cueva, aquello parece el nido de una urraca con síndrome de Diógenes. Pero en su defensa he de decir que el lugar estaba extremadamente limpio y ordenado.
De las profundidades de la cueva salió reptando un simpático hippie al que llamaré Ouija, quién tras las presentaciones oportunas me narró uno de los relatos más divertidos y delirantes que he escuchado en toda mi vida: La historia del ruso nazi que hace Vudú contra los hippies… Pero eso te lo contaré la próxima semana ;)
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