(Por Pablo Burgués)
Como te iba contando la semana pasada (puedes leerlo aquí), en el año 534 d.C. el Imperio Bizantino (el primo de zumosol del Imperio Romano) desembarcó en la ciudad de Cartago y dio matarile del bueno al pueblo vándalo. Se ponía así fin a 80 años de díscola hegemonía vandálica en el Mediterráneo occidental y las Islas Baleares se convertían de nuevo en alegres y vivarachas provincias romanas.
La noticia fue recibida con gran algarabía por parte de los ibicencos, quienes pensaron que los nuevos jefes les echarían un cable a la hora de promocionar las maravillosas playas y los económicos hoteles de la isla y que esto se traduciría en la llegada de hordas de manirrotos turistas dispuestos a gastarse cantidades indecentes de sestercios. Pero la realidad fue bien distinta…
Hay que tener en cuenta que por aquel entonces no había en Ibiza ningún beach club decente, ni tan siquiera una triste discoteca en la que los animados romanos pudieran mover la toga. Esto, unido a que el imperio tenía guerras abiertas por medio mundo, hizo que no se dejara caer por aquí ni el tatus quo.
Una clara muestra del olvido al que Roma sometió a Ibiza durante este periodo es el hecho de que en toda la isla no hay prácticamente ningún vestigio de la época bizantina, a excepción de una pequeña capilla construida bajo tierra en Santa Agnès y que, casualidades de la vida, está dedicada a Santa Inés.
Esta es su cuando menos poco empírica leyenda: Inés de Roma era una bellísima joven proveniente de una noble y ricachona familia. La muchacha estaba en edad casadera y tenía a un montón de mochuelos tirándole el tejado día y noche. Sin embargo, ella, que era muy así, rechazó sistemáticamente a todos ellos alegando que su corazón pertenecía únicamente a Cristo (no Ángel Cristo, sino Jesucristo). Parece ser que uno de los pretendientes, que tenía muy mal perder, denunció a la muchacha a las autoridades romanas ya que por entonces ser cristiano estaba condenado con la muerte.
El juez que llevó el caso resultó ser un cachondo mental y en vez de ordenar la muerte de la muchacha la condenó a vivir el resto de sus días en un prostíbulo. Pero a pesar de estar años y años allí expuesta como Dios la trajo al mundo, la muchacha nunca perdió la virginidad. ¿Qué cómo es eso posible? Pues muy fácil. Milagrosamente sus cabellos empezaron a crecer y crecer hasta tal punto que con ellos pudo ocultar por completo todo su cuerpo. Tan sólo hubo un hombre lo suficientemente picarón como para encontrar atractivo aquel burka de pelo, pero nada más tocar a la inmaculada Inés este quedó ciego.
Viendo que la sentencia no había surgido el efecto esperado, el juez decidió dictar otra aún más “reinsertiva” y la condenó a muerte mortal. Antes de ser degollada el verdugo intentó que Inés abjurase y salvase de ese modo su vida, pero ella toda digna respondió:
“Injuria sería para mi esposo (Cristo) que yo pretendiera agradar a otro. Me entregaré solo a aquél que primero me eligió. ¿Qué esperas, verdugo? Perezca este cuerpo que puede ser amado por ojos que detesto”.
Por todo esto y mucho más, Santa Inés está en el top 10 de las grandes mártires de la Iglesia. Y colorín colorado, esta Bizantina historia se ha terminado.
Continuará…
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